Trafalgar, la luz de Vejer

Qué tristeza la del almirante francés al que ahogó el peso de los muertos marineros de Trafalgar,
y qué empeño nuestra testaruda perseverancia por hacer las cosas que intuimos que no nos van a salir bien, que deberíamos dejar que las hicieran otros desde el principio, aquellos que vuelan como si nada por las dificultades que son obstáculos inamovibles para nosotros.

Y es que le enseñan a uno desde pequeño que tiene que esforzarse por ser algo en la vida, algo grande hijo, o que solo el esfuerzo te hace merecer recompensas, y claro, acaba uno haciendo aquello que más le cuesta y no aquello que haría fácilmente y a él feliz haciéndolo.

Creo que ya vamos descubriendo que realmente a lo que más conviene que nos eduquen es a Ser.

Una noche de este verano mientras celebrábamos la inauguración de la casa de una amiga generosa, un amigo querido y rápido de reflejos me hizo dudar sobre la interpretación universal del Ser o no Ser.

Y es que no se trata de elevarse sobre la propia existencia en el universo, ni siquiera de fluir suficientemente en nuestro medio como para identificarnos y constatar que ese que somos individualmente es nosotros y que existimos.

Como casi siempre, todo es más sencillo. Mi amigo Isi en un golpe de luz me dijo “eres tú mismo o no” y me di cuenta entonces de la valentía que eso requiere.

Y es que uno acaba haciendo cosas que no quiere y que si llegáramos a contar sumándolas serían casi una vida entera. Cuánto tiempo perdido en conformarnos, en asentir, en mirar hacia otro lado, en no decir lo que pensamos, en no hacer lo que realmente deseamos. En no Ser.

Villeneuve sabía que algo no controlaba, que se le quedaba grande, y tomó una primera decisión de huida en el norte, en Finisterre, en la nariz de la península, una decisión enmascarada en una cautela de seguridad que solo fue eso, la huida hasta la próxima esquina, después de tanto navegar desde las Antillas hasta Galicia se reencontró con sus mismos miedos al sur, en Andalucía, justo al avistar el faro de Trafalgar.

Ensenada salvaje y bella del Atlántico que le avisa al mar de que hasta ahí puede llegar, que acaricie ya las orillas sin salpicar al ganado retinto que pasta, a los caballos aventaos, a los primeros pinos que perfuman el mar y lo hacen turquesa …azul y verde…al lentisco que florece, a los alcornoques que asoman…y a la calma.

Y entonces aquí volvió a dejar de ser él para ser aquello a lo que aspiraba, poder y posición en el gobierno de Napoleón, todo menos él. Y ordenó atacar, y atacó mal, y de nuevo virar, virar mal y justo cuando el viento, el viento del mar, se levantaba lo tumbó a él, y con él a miles de cuerpos sobre el agua.

Flotando como un pollo sin cabeza llegó a París, y ya de él nada importaba. Ser o no Ser, debió pensar, y decidió recuperar la dignidad de Ser quitándose la vida para esta vez sí encontrar su Esencia, no siendo. Solo él podía tomar esa decisión, solo así creyó volver a ser él, y hoy es ya historia.

Y es que Vejer sigue siendo tierra y mar de naufragios, aquí aparecen hombres cargados de dudas que ya no saben navegar, turistas sorprendidos por encontrarSe y que se quedan a vivir, ellos y ellas, ellas con ellas, y otros que repetimos deseando flotar aquí para siempre, y claro también sorprendiéndonos de algo tan bello como esta ciudad fortificada.

Este pueblo blanco erguido como en lo alto del borde de un cráter, este panal de calles que fueron árabes y siguen siéndolo, de mujeres que caminaban vestidas de negro tapadas enteras y ahora son solo el recuerdo y su historia. Cobijada que da miedo por fuera qué sentirá por dentro. Ojos verdes imagino tras la capa.

A Vejer le ilumina el sol plano y abrasador, y su ocaso amarillo que es una atracción, y su luna mora o no, y claro su faro, luz erguida de Trafalgar.

En Vejer puedes asomarte a un lado y ver el mar, a otro y un arrozal, subir a lo alto de una casa cualquiera y mirar el cielo hasta golpearse con una avioneta que pasa para fumigar un valle inmenso y verde, caminar por la sombra y desde una casa que da a la calle fresca ver desde la ventana a un hombre que pinta, un patio cargadito de flores entre paredes blancas, una casa vacía que pronto se convertirá en alojamiento para alguien de fuera, o para aquellos que volvemos siempre buscando habitaciones con azulejos hidráulicos y paredes blancas, terrazas libres desde donde ver las estrellas que pasan de largo y las que están clavadas. Calles poco iluminadas por farolillas a la pared pegadas.

Es difícil ser el amante de esta ciudad, Vejer no se conforma con ser amada, es amante que te abraza sin percibirlo para que no te salgas de sus calles, que te regala flores de buganvilla cuando no lo esperas, colores verde claro en las maderas de sus puertas que dan a la calle, y azules añil.

Tiendas que ya no existen que siguen teniendo perfectamente expuestos en sus escaparates objetos de antes, como tulipas en ferreterías a la sombra, cazuelas de estaño que vigila un hombre sentado en una mesa camilla mirando la tele, y otras más modernas con encanto contemporáneo.

Heladerías como las de entonces donde las cantidades son descomunales y están pendientes de quién pueda sentarse en las terrazas, y bares donde pueden comerse tapas andaluzas, carnes de retinto, pescado, tomates de la huerta…y cerveza y vinos frescos siempre con una música arabesca y flamenca, o las dos cosas.

Próxima a la muralla que mira hacia Medina Sidonia se forma un balcón en precipicio donde se instalan terrazas en las que la gente busca las corrientes frescas que vienen de la llanura.

Bajando la calle de La Corredera hasta la Plaza del Padre Caro, se encuentra una casa baja y encalada con un letrero romántico en la puerta que oculta todos los secretos de aquella pareja. Fue allí donde se dieron la mano. Amantes. Toda una noche de silencio hasta que lo rompió con la entrada de la luz del día una cámara que disparaba fotos para retratar su cuerpo desnudo sobre el suelo.

Nada como un paseo por el pueblo asomándose a tiendas y callejones, y entre todos mi preferido: Trafalgar.

En esa misma calle y a la vuelta de un recodo se enfila una recta blanca y espaciosa en un pueblo tan de estrecheces. Una casa en forma de punta de lanza rompe la calle entre paredes blancas encaladas como un barco rompe hielos abriéndose camino en el Polo. En ella vive un maestro joven y jubilado que mantiene en vilo al barrio haciendo en la calle cine de verano, torneos de ajedrez, en fin darle vida al final de la suya.

Cal en grumos en las paredes y un cartel que subraya la entrada a un bar. Apenas hay gente y se oye de fondo una música de la radio de siempre, Radio 3. Javi, el dueño del bar, rellena las cámaras, coloca las tapas exquisitas que le cocina su madre, y está ausente de los apenas dos clientes que inauguramos la tarde.

No es nada turístico el bar ni su reclamo, y los que pasan dudan de si entrar o pasar de largo. Javi tampoco hace nada por atraerlos, salvo poner una pizarra abierta en la calle como carta de tapas. Él decidió quedarse en su barrio, en su pueblo, sin pretensiones, y Ser feliz siendo lo que es, con su gente, en su tierra, y en su idioma, con su aire, un sol que hace brillar la sonrisa, y el espíritu en el que se ha criado.

Salgo a la terraza de sillas desiguales de teca ubicadas donde hay sitio, sabiendo quien las ocupa que es probable que se tenga que levantar para dejar pasar los escasos coches que la atraviesan. Todas las mesas tienen una vela que adorna apagada de día y hace poesía al atardecer como un objeto de Neruda.

Cae el sol en Vejer, que es una de las cosas más bellas del mundo que conozco y a la que no se cansa uno de acudir. Dispara fotos ella: a mis manos, a la sombra de una botella de cerveza sobre la pared, a la entrada del bar, a una pequeña planta que aprovecha el hueco de la pared, a la calle con el nombre de Trafalgar escrita en azulejos blancos con letras azul marino. Siempre encuentra en el disparo de sus fotos la sorpresa de nuestra mirada.

A mi lado se sienta Cristóbal, el chef gaditano de un prestigioso restaurante al que me invita a ir. Charlamos por el deseo sin prisas de hacerlo a la fresca, en la calle, con la confianza que nace de una improvisada conversación. Pequeños regalos que construimos.

Un joven de melena y camiseta negra pisa los adoquines de la calle que le llevan hasta dentro del bar. Es alto, espigado, tímido, con coloretes rojos en la cara delgada. Es Cote, contratado por Javi hace ya cinco años; trabaja muy concentrado y atiende con detalle las bebidas y las tapas que siempre puedes escoger.

Javi, igual de tímido, y sudando, niega la belleza que le hago ver en su manera de vivir, en su humildad, en la calidad de su trabajo, en su carácter, en su libertad para ser quien es, en ser pueblo, casi nada. Y allí me encuentro a gusto, como en mi barrio de origen que sin embargo está tan lejos, remontando treinta años como si nada. Las cosas de bien duran toda la vida.

-Aquí se come lo que cocina mi madre: una tortilla de patata alta y ancha, magro con tomate, ensaladilla, ternera en aceite, pimientos asados…dice uno y asiente el otro como un dúo de cantantes heavys.

El local es estrecho y pequeño, con fotografías del faro y del exterior de la calle con el maestro organizando los torneos de ajedrez y el cine con películas antiguas. Ha entrado la noche y el bar ya está lleno, como la terraza donde rebosamos los que buscamos salir del ruido de las conversaciones de la gente del pueblo que tanto retumba dentro.

Inhalo con avaricia el aire de la calle, y la luz de Vejer y sus sombras. Y busco su mano para posarlas juntas sobre la tablilla de una mesa. Un mosquito zumba abajo, en el suelo, y una luz amarilla que proviene de las velas, me lleva de nuevo al mar. Gavias de barco de guerra, de tristeza de la batalla con el nombre de esta calle, luz amarilla y blanca de su faro que adorna las playas salvajes que le rodean, recuerdos de una gran España que no se si queda. Por qué se identificará uno tanto con las leyendas.

“Se puede ignorar el sonido durante mucho tiempo, pero luego un tictac instantáneo puede recrear en la mente intacta el largo desfilar del tiempo que no se ha oído”.- Faulkner

Ay! Vejer.

Texto: Florentino Arija

Fotografías: Carolina Lobo