Nada hay como aquel a quien nos queremos parecer. Es quizás la única prueba, si existe alguna, para saber quién quieres ser, cómo quieres ser.
Rafael es mi amigo casi sin que ninguno de los dos lo sepamos desde hace muchos años, varias décadas; no me gusta la precisión en la literatura, en el mundo de las emociones no hay medida y si la hubiera desearía que fuera inexacta para poder hablar de ella, y de la de los otros comparada.

De la superficie de Rafael sé que posee una poderosa inteligencia académica. Desde que le conozco a través de terceros he sabido que es ingeniero, físico después, y que ha publicado artículos de sus investigaciones en revistas internacionales de prestigio.

Sé también que tiene otras habilidades más de profundidad en las que mezcla la técnica con la emoción, lo que piensa, y lo que siente. Supe que tocaba el piano, y que ahora pinta, y que esto último empezó a hacerlo cuando dejó de hacer otra cosa que le llevaba más tiempo, trabajar. Y aprendió a hacerlo él solo, desde un primer librito básico. Y tendríais que ver todo lo que ha aprendido y lo que ha volcado con esa mezcla de sueños y pesadillas, de pensamientos y de técnica.

Me invitó a su casa, un piso alto y espacioso en un edificio de fachada de ladrillo blanco en una calle con un nombre impensable para una ciudad andaluza. Al entrar ya eran las paredes sus cuadros, y así a lo largo de la casa, de los pasillos, cuartos, y hasta el gran salón fresco y acogedor en el que me invitó a merendar algo a media tarde. Tenía entonces dos grandes cuadros ocultos tras unos paños blancos.

Algún tiempo después volvió a invitarme, esta vez a comer. Nos reunimos en el salón, a mí me acompañaba Ella, con un vestido de flores de mi color preferido y unos leotardos grises que le marcaban las rodillas, y que yo acariciaba lentamente próximo al borde de la mesa mientras hablábamos dulcemente con él y su mujer.
Pude ver entonces las obras que aquella primera tarde no quiso enseñarme. “No me gusta mostrar lo que aún estoy haciendo”. Aquel misterio de entonces eran imágenes de la deshumanización del mundo y su sufrimiento entre guerras y migraciones que las rehuyen, del capitalismo ridículo a través de escenas de mansiones entre piscinas y cócteles.

Un cuadro rectangular inmenso en el que el detalle sobrecoge, la precisión, la exactitud nítida de lo que con unas manchitas de pintura deliberadamente aplastadas sobre el lienzo representa. La mezcla de colores que tensa el ánimo como un café al que recién levantado lo necesita para poder usar su cerebro, tensión en la composición y en el mensaje del cuadro. La alarma del mundo en su mirada.
La obviedad, por otra parte de las cosas que dejamos pasar encogiéndonos de hombros cada día, no puedo hacer nada. El sí lo hace. Una foto de pintura a mano a la que dedica gran parte de su vida, o del tiempo que tiene mientras uno respira, que debe ser lo mismo. Con ojos de asombro y detalle silencioso lo imagino clavando el pincel en el punto exacto de cada detalle que quiere que vivamos quienes veamos sus cuadros, porque no todos lo verán.

Otra de sus decisiones ha sido la dulce humildad de querer pasar inadvertido, de llevar el pensamiento a lo más alto de la inteligencia que es constituir realidades justas en las que habiten en paz los hombres.
Vive con la alegría inconsciente que imagino tras ganar la batalla a la vanidad y al orgullo. ¿Es necesario que se sepa quién hace las cosas? Las más comprometidas no las cuenta y queda en ese misterio de saber que entra y sale para hacerlas pero a nadie se lo ha dicho, o quizás haya alguien muy próximo aquí a quien sí, su mujer. Mariángeles.
Es fácil intuir su estructura en el edificio que es Rafael, su ligereza en la vida de ambos y lo robusto de sus convicciones; y entre ellas la de contribuir plenamente a la libertad de su marido, al desarrollo de una inteligencia que vuela sin parar, a que consiga todo aquello que le ilusiona y hace tan bien, y a los dos felices.
Como en él la admiración que le tiene a ella, su reserva en las cosas que ella desea y él solo observa. Ella es las letras y él las ciencias; él romano y ella griega, ella el alma política y él su puesta en práctica crítica. Ella quiso ser geóloga, solo hasta que lo conoció. En adelante descubrió un filón mayor, el que hacían los dos juntos en pareja.

En un autobús me auguraba años antes su deseo de jubilarse: empezaré a hacer cosas que no hago ahora y dejaré de hacer otras. Tiempo repartido previamente, estudiado milimétricamente: deporte, pintar, oír música,…y colaborar en un proyecto solidario. Cuál Rafael, le pregunto; no voy a contarlo, es algo que solo hay que hacerlo, no contarlo. Y así lleva años, y nosotros sin saberlo.

Hacía deporte como quien hace un proyecto de ingeniería, todo milimetrado; corre como Murakami, pensando, nada sin sumergir sus ideas, camina, y sigue usando la cabeza.
En una ocasión, lo vi sacando del bolsillo de sus pantalones una bolsita de frutos secos y un papelito. En él llevaba estrictamente anotado las calorías que tenía que consumir ese día. Era un día de invierno y vestía con un pantalón de traje, una camisa tapada por un jersey de pico, y una americana. Y en los pies, botas negras como de colegial. Botas que tuve de Gorila.
Escribe apurando las hojas en sus márgenes, con una letra minúscula que más que caligrafía parecen fórmulas, enunciados que serpentean en líneas que se enroscan y cambian de página. La página llena. Sin oxígeno.
Camina a pasitos cortos, con un equilibrio japonés, rítmico y como por encima de una alfombra que no quisiera aplastar. Tiene el pelo cano y alfileres de barba de días también canos, y que le hacen parecer más un canalla que un jubilado.

Ve la tele para estudiar a la gente. Para saber cómo se defienden, para extraer las estrategias de comunicación más comunes y también las más audaces, quizás impostadas. Run run de los debates de ignorantes que las televisiones utilizan como actores baratos, y que a él le sirve para escuchar un ruido de fondo en la soledad del cuadro que está pintando.
Ya en su otra soledad, en la del despacho, acumula pinceles, un piano, discos de vinilo, y mancuernas de fuerza. Y aquí sí, aquí escucha atentamente a los clásicos, y en ocasiones interpreta en su piano de siempre a Bach, en partituras que evita desaprender.
Escucha a Bach Rafael con los ojos cerrados, con la diadema de unos cascos de música que hacen de alas de helicóptero.
Y te elevas Rafael,
para que nada te pueda,
que todas las musas de tu cabeza
están en Mariángeles, están en ella,
en el despliegue de unas alas
de las que no te das ni cuenta.


Texto: Florentino Arija
Fotografías: Carolina Lobo
¡¡Buen reportaje!!
fdf