Siempre hay niños asomados a un escaparate donde se exhiben dulces, tartas y pasteles, merengues de colores, y unos ojos magnéticos que se agrandan con la luz y el deseo de alcanzarlos.
En este barrio los niños ya tienen la apariencia adulta, caminan con barbas muy cuidadas y ropas como de otra época que sin embargo están de moda, algodones gruesos y paños jaspeados, mochilas y bolsos, bicicletas de los abuelos rehabilitadas, como también el nombre sin significado del local – Motteau – que sigue la estela del primero que abrieron sus tatarabuelos. Vecinos jóvenes de cabeza habitan el barrio, turistas que vuelven de El Prado, del CaixaForum, o de camino al barrio de las Letras.
En esta pastelería, en este obrador artesano, esos ojos de niño han traspasado la tienda, y también un espíritu de infancia. No sabe uno qué posee más luz, si la mirada brillante de Juan o su propio espíritu de alegría.
Ojos verdes del atlántico, del lugar de sus antepasados, de Normandía, que habitan como el agua del mar próximo a los acantilados blancos de alabastro, entre paredes también blancas y de piedra en este establecimiento de Madrid. Calle de San Pedro.
Un ojo en esa orilla de Francia, y el otro en Argentina, al otro lado del mar de orillas tan anchas. Juan no es de Alessandro como su apellido sino de Buenos Aires, y fue allí donde su pensamiento decidió “para mí cocinar era un sueño” Y materializaba su sueño con la leyenda más grande del mundo, la de los reyes magos «Mi regalo preferido de los Reyes Magos eran cosas para cocinar».
La consistencia hercúlea de sus sueños era de la misma seguridad que las estrellas clavadas en el cielo: no se desclavan, como la estructura y el conocimiento con el que iba formando su laboratorio en casa, «A los 5 años descubrí cómo se hacía un flan con dos huevos y un sobre».
Y qué pequeño se le queda a uno a veces el mundo. Un mundo con avenidas gigantes en su imaginación que lo llevó a otra, a la de los Campos Elíseos de París, a vivir en la ciudad de las luces, luces de pensamiento. Y también de oficinas, en aquellas que trabajó con la mala vida que todos somos incapaces de evitar: jornadas largas, comidas rápidas, prisas por terminar trabajos de una importancia minúscula como el cerebro de los jefes que se lo encargaban.
And…Back to basics. Madrid por fin, dejar el conocimiento de la técnica para volver al sueño de la infancia, a trabajar con las manos aunque las guíe la cabeza, a deleitarse con amasar tantas texturas naturales, tantos colores mezclados, a fijarse en la relación entre el paladar de los clientes que entran en su tienda y la expresión de sus miradas, de sus sonrisas, y de su ojos palpitantes cuando tras un bocado uno es incapaz de contener la saliva en sus papilas, y una sonrisa. Nada como trabajar en algo en lo que puedas observar tú mismo la satisfacción que se traslada a quien disfruta de tu obra.
Y saltó de París a Madrid cogido de la mano, hasta vivir ahora enamorado de un amor también con barba, y un ansia por hacer las cosas más bellas, para él y para los que nos acercamos.
Juan tiene en su mirada el carácter de otro bonaerense, ojos limpios con un aire de bondad como la del Papa Francisco. Éste, hace estallar en sus iris colores claros y oscuros como los del palacio de Aguas Corrientes, y Juan otros más fluorescentes como los del barrio de Bocca.
Qué piensas Juan, cuando trabajas. En qué orilla estás.
Texto: Florentino Arija
Fotografías: Carolina Lobo
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