Bordadores 4, MadriZ
He tenido que llegar a una edad adulta para enamorarme plenamente de Madrid hasta el punto de no querer irme ya. Llega uno a Madrid, cómo llegó Agustín con 14 años, queriendo escapar de la pobreza y de un espíritu cultural caducado, a ganarse la vida trabajando.
Me cuenta con esos ojos algo húmedos con el brillo de las canicas de gua de la infancia que «los que venían del entorno rural no tenían más opciones que la hostelería», y que le ofrecieron un trabajo de botones en Telefónica con el que no alcanzaba ni a pagar la pensión. Desde entonces han pasado 55 años, y muchas cosas.
Y pasa uno al llegar a Madrid del discurrir lento del tiempo a perder la memoria del silencio, la tranquilidad del día a día y a sortear los coches que hasta hace bien poco tenían preferencia por encima de todo. Esa era la ciudad en crecimiento, la modernidad esculpida en neumáticos y edificios altos con terrazas cerradas de aluminio de una forma caótica. Ahora es otra.
Para Agustin la vida de entonces era más sosegada, y aunque el centro estaba densamente habitado, y animado por las grandes sedes de las empresas y sus oficinistas a los que daba de comer, ahora Madrid hierve entre turistas que han ocupado aquel espacio.
Y se convierte así, poco a poco en lo que era, una ciudad que desde el primer momento es una continuidad de la tuya de origen y en la que nadie te pregunta de dónde eres salvo para saber si conocen a alguien o les invitas a visitar tu tierra. Al recién llegado a Madrid solo le extrañan sus dimensiones.
Y después ya es ir descubriendo su belleza, que es más emocionante cuanto más al fondo de sus costumbres te acercas. Limpias su óxido y sorprende que haya permanecido tanto tiempo oculta.
Para llegar al café Lion me fijo en la calle en que se encuentra, Bordadores, y me surge una fascinación de ese Madrid bello, de esa belleza singular que no posee ninguna otra ciudad y que le caracteriza. Empedrados que imitan los adoquines que imagino fueron originales, portales de madera robusta con puertas pintadas de color rojo y teja, fachadas de colores claros entre ventanales con cuarterones de distintos tonos hasta el albero, solados hidráulicos en las terrazas y galerías que dan la cara al caminante que las observa desde el suelo, pequeñas buhardillas encastradas en tejados de teja árabe y también castellana anaranjada y roja, y claro cornisas desde las que se ve su cielo, y lo subrayan con canalones tubulares que recogen el agua de esas nubes que ahora solo pasan de largo y son sus adornos.
Estas calles del centro tienen nombres que me hacen sentir en Lisboa: Hileras, Coloreros, Fuentes, Herradores, Esparteros, de la Sal, Costanilla de los Ángeles… a este MadriZ tan bello se le han sumado adherencias: grafitis en el portal de al lado, bolardos bajos como garbancitos en el camino, banderas de equipos de fútbol, carteles en inglés (food…) y otros que daba uno ya por desaparecidos y que sin embargo sobreviven entre cerramientos de forja, carteles con escudos regionales, bodegas en sótanos donde comer los platos regionales de un turismo nacional de hace años: callos, y cocidos, calamares, oreja, y bravas. Casas de comida como en Lisboa las de Pessoa.
Y me acerco a la entrada del café Lion donde se sorprende uno al verlo escrito así; todo fue un error cuenta Agustín, encargué la serigrafía de la vajilla, la cubertería y los rótulos al Corte Inglés y me lo hicieron mal. Lo que no sabe Agustín es que esta ciudad francesa en su lengua francoprovenzal lo escribe con las dos Liyon.
Y es que Lyon además de ser una de las grandes capitales francesas por su población, lo es por su historia (en ella nacieron los emperadores romanos Claudio y Caracalla), por su liderazgo gastronómico, y por haber sido la capital mundial de la seda.
Qué casualidad todo. Agustín quiso desmarcarse de la cocina tradicional que lo rodeaba al abrir su local hace más de 25 años con un chisporroteo de innovación internacional, y claro, mandaba la cocina francesa. A mí como poeta, casi me parece más asombroso que le pusiera el nombre de la ciudad mundial de la seda a un local ubicado en la calle donde estuvieron los artesanos bordadores de seda en Madrid.
La efigie del local, como la cara de una moneda no lo ocupa sin embargo un león sino la silueta del rostro de una bella mujer que bien podía ser Juliette Récamier, nacida en Lyon, y conocida en la época de Napoleón, tras la Revolución Francesa, además de por su belleza delicada por organizar el salón literario más conocido de París.
El local es la fusión de dos antiguos, un taller de bicicletas y la vivienda de los porteros del edificio. Lo decoró con su mujer. Al entrar te da cobijo una preciosa marquesina de cristal belle epoque, justo antes de abrir una puerta roja desde la que se divisa la barra y su botellero, y un largo pasillo que te adentra hasta los reservados con bancos y sofás de terciopelo.
Un decorado de espejos ovalados, apliques como candiles, música clásica neutra de fondo, sillas de madera y otras acolchadas como de un café antiguo. Predomina el verde inglés y el rosa suave junto con el crema de las paredes. Y en mitad del salón una claraboya de patio de vecinos. Flores decorativas como hortensias de color blanco y carmín.
Y no sabe uno que es lo más interesante del local, si la satisfacción que te da poder comer los platos que prepara de toda la vida y que pensabas que ya no se hacían, o la admiración de ver a Agustín, tan diplomático, hacer su trabajo. Todo lo hace bien, de una manera tan pulcra y refinada, tan correcta como sus modales, sus gestos, su educado tono de voz.
Y es que mientras como lo miro con disimulo para que no me vea; su caminar es de una firmeza diplomática y suave, firme, elegante, haciendo volar las costuras de la americana. Siempre viste de traje negro y cuesta imaginarlo de otra forma, de cualquiera. Tiene el pelo corto y cano y una piel en la cara que le hace parecer de cera.
Empuja las sillas y organiza las mesas exactas, alineándolas al parqué del suelo. Coloca sus manos suavemente con los dedos estirados para poner los cubiertos y estira los manteles de un golpe seco para que vuelen y se posen lisos y sin arruga sobre el lugar de la mesa que espera.
Llevaba un tiempo deseando interrumpirlo durante su trabajo para conocerlo. Hoy lo he hecho. Y es, efectivamente, un jefe. Ha sabido delegar casi de manera imperceptible lo que estaba haciendo y se ha sentado a charlar sin prisas.
Habla con una claridad de académico, suavemente, y como diría Carreter con El Dardo en la Palabra. Su conversación es pausada y exacta, sin divagaciones, consciente de que se le está escuchando y de que lo que diga no cae en saco roto.
Me cuenta lecciones concisas aprendidas en la vida con sensatez y humildad, con jugo filosófico. Y es que aunque los idiomas empezaban a tener valor el decidió estudiar bachiller, adquirir cultura. Aún así estudió francés. «Viví en Londres cuando tenía 18 años, en la City, me sentía bien allí, podía haberme quedado; volví por mis padres».
Antes de empezar económicas se le apareció un sueño, su primer bar en El Barrio de Salamanca, y ya no paró. Hoy es el propietario de este establecimiento (así lo llama él) que no han querido heredar ninguno de sus tres hijos.
Comer en el Lion es constatar lo que antes era tan habitual, el buen hacer. » Nosotros hacemos las comidas de las madres. Compro al carnicero y pescadero con los que empecé cuando abrí, hace 25 años. Me intereso por la calidad del género, la calidad de las amas de casa. Nosotros trabajamos para el día a día. Veo imposible que sobreviva nuestro modelo de comida casera. Los restaurantes de ahora ni siquiera tienen el personal fijo. Lo he estudiado y lo contratan en función de las reservas que tienen».
«Nuestra cocina tradicional, aquella en la que me formé ya no es sostenible: suflés, cocina en la mesa, bandejas de cúpula, muchos camareros. La Cocina de hoy es fast food, con nuevas técnicas como las del nitrógeno. Mucho en la factura, poco en el plato. Nada que objetar a los DiverXos, los aplaudo, pero es otra cosa, y se limita a minorías»
Agustín acaba de cumplir 69 años y no quiere pasar a la vida contemplativa, ni a los paseos y pastillas, aunque desearía tener algo más de tiempo y viajar.
Me admira su calma, su manera de expresarse cuando se dirige tan formal y educadamente, con tanto oficio, a los clientes. Usa palabras con diminutivos cuando ofrece los platos del día, y alternativas que improvisa conociendo la cocina.
Todo lo hace con cuidado, incluso cuando ya se le nota cansado. Repite los platos a cada comensal como haciendo memoria, con la expresión que tienen los santos en esas estampitas en las que miran a un Dios que creen entre las nubes del cielo. Mirada mística.
Y es que yo, más que imaginarme los platos que recita miro pasar los que otros ya han pedido, con el mismo deseo que al escote de quien me acompaña que lleva hoy un vestido de flores como claveles quizás con la alegría de vivir las fiestas por San Isidro.
Agustín, ya estás en Londres, esta es tu City.
Madrid, Madrí, MadriZ.
Texto: Florentino Arija
Fotografías : Carolina Lobo
Qué delicia de blog. ¡Felicidades! Todo un descubrimiento.
Muchas gracias, que satisfacción tu reconocimiento:)